lunes, 21 de septiembre de 2020

Escuchar.








Sabemos que no es lo mismo oír que escuchar. Pero qué difícil nos resulta discernirlo en estos tiempos de gritos y anuncios comerciales permanentes. Desde que nos levantamos el ruido de fondo acompaña nuestros pasos, habitualmente de la mano de su hermana la imagen. Por eso nos resultan extraños esos momentos de calma y de silencio que, de alguna manera, terminamos rehuyendo para llenarlos en seguida de estímulos enlatados servidos en cualquier dispositivo con pantalla. 

Sin embargo sin escucha no es posible el diálogo, tampoco la reflexión ni quizá la toma de conciencia. Caminar despacio por el campo sin usar auriculares es un potente acto político. Meditar un instante, contemplar en silencio, centrarse en hacer cualquier cosa sin tener algo de fondo... son conductas casi revolucionarias que nos sacan del permanente atracón de estímulos al que estamos acostumbrados. 

No nos damos cuenta de que ese exceso de información nos embota y nos deshumaniza. ¿Cuándo miramos la última vez un cielo estrellado, una hilera de hormigas, el baile de las nubes? ¿Cuándo bailamos en mitad del salón con algún ser querido? ¿Cuándo dimos un abrazo de esos reconfortantes?

No escuchamos y nos perdemos la voz de la naturaleza, la belleza, el sentido, la compasión y la divinidad. Porque, aunque parezca mentira, el mismo creador se sigue paseando por estos pagos cuando le viene en gana... y no nos enteramos corriendo como vamos. Esa voz no aparece en el buscador del teléfono móvil, tampoco en la pila de mensajes que recibimos cada día. Hay que callarse de verdad para poder oírla pues remeda el murmullo de esos arroyos de montaña que saltan frescos en el borde del bosque. 

A los que por azares vamos teniendo un curriculum demasiado lleno de papeles nos suele resultar imposible escuchar otra voz distinta de la propia. Hay excepciones pero son escasas. Por eso no entendemos como las instituciones se funden unas detrás de otra y el mundo cambia a una velocidad que no da opción a comprensión alguna. 

En sanidad estamos perdiendo la habilidad de escuchar al que sufre. A los pocos segundos interrumpimos su discurso aportando la correspondiente etiqueta diagnóstica y un vale de remedios a retirar en la botica. Y que pase el siguiente. La gente encantada de la vida de poder consumir la barra libre de pastillas que el sistema permite. Más tarde alguno lamentará haberse dejado escatimar aquella antigua relación de confianza que se tenía con la enfermera y con el médico de toda la vida. Eso no se estilará más, ya se encarga el sistema de cambiarlos con periodicidad o de expulsarlos o quemarlos lentamente.

Tampoco hay voluntarios que escuchen a los escasos sanitarios que llaman a las cosas por su nombre. Se les permite lanzar sus mensajes al mar en botellas cerradas, mientras otros suben el volumen de los monitores de las salas de espera y la desfachatez de los programas que la gente consume con placer. 

Pero cuando las cosas se ponen duras de verdad no queda más remedio que buscar soluciones. Y para eso hay que atreverse a hablar y sobre todo sacar valor para escuchar. No nos engañemos, el carácter pasivo del verbo lleva implícito la voluntad de dejarse alcanzar y para eso hay que tener agallas o al menos la ingenuidad del niño pequeño que no teme lanzarse de bruces a un mundo incomprensible. 










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